Estoy escribiendo desde la ventana de mi hotel en Pula, Istria-Croacia.
Y no sé cómo describir la sensación que me embarga en este momento. Las pequeñas barcas entran en el puerto para traer la pesca de la tarde. Los pescadores llegan con parsimonia mientras el sol baña de dorados los pinares que se ven a lo lejos.
Admito que me he enamorado de esta península adriática, y que posiblemente se convierta en uno de mis lugares favoritos.
Ya he estado en Croacia, en la continental, de Zagrev a Varazdin, pasando por viñedos y festivales. Pero estar mirando al mar mientras cientos de pinos salpican mi visión es algo que me ha cautivado.
Sólo he pasado unos días disfrutando de la temporada de la trufa. He estado comiendo ese preciado y escaso bien blanco que engalana la mesa de los sibaritas, o como yo, de aquellos simples mortales que desean saborear un buen plato de sencilla pasta hecha en casa o un revuelto salteado. Platos sin más pretensiones que hacer que el paladar disfrute, llenándolo de vinos malvasía.
Pero más allá de esto, las playas de cantos blancos contrastan con el esmeralda del agua que me hacen pensar en una vida diferente. En una, quizás mejor, donde los antiguos romanos disfrutaban de ellas sin más problemas que mirar la inmensidad del mar Adriático y los frondosos pinares salpicados por sus villas.
Por ello, yo voy a apagar el ordenador y voy a dejar que mis ojos se pierdan con la dorada luz del sol y los pinares que rodean las pequeñas bahías.
martes, 19 de octubre de 2010
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Coño, es que dan ganas de dejarlo todo y viajar hacia ese paraíso
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